Hace unas semanas
estaba viajando a través de la línea 1 del Metro de Caracas. Cuando el tren
llegó a Plaza Venezuela, una señora, a
quien llamaré Doña Lucía para los efectos dramáticos de mi historia, se levanta
de su asiento y pregunta: “¿Esto no es Sabana Grande?”. Todos a su alrededor
voltean y un señor le dice: “No, señora, es que lo que dice el operador está
mal, viene desfasado”. Bueno, la doñita se bajó en Colegio de Ingenieros para
tomar el tren de regreso. Si estás perdido, el mapa de mi ilustración te sirve
para entender mejor. Lo que asumo pasó fue que en un punto, activaron el
sistema de anuncios en la estación incorrecta, de manera que la estación que
anunciaban era la anterior, la que ya habían pasado.
Mientras pensaba
sobre qué te escribiría hoy, día de mi cumpleaños número 35, me recordé de este
episodio. Verás, el deseo más grande de mi vida ha sido el mismo desde mis doce
años: estar en el lugar que Dios determinó para mí. Mientras que el temor más
grande es lo opuesto: pasarme la estación y llegar a un sitio no destinado. La
cosa es cómo saberlo. Es decir, cómo saber que no estás en la estación errada,
cómo saber que la ruta tomada me lleva al destino divino, y que si llegase a
equivocarme podría bajarme del tren y tomar el otro que va dirección Palo
Verde. O incluso cambiar a otra línea de ser necesario. De manera que estuve
analizando todo el episodio para extraer unas lecciones.
Lo primero que veo
es que Doña Lucía sabía a dónde iba. Si bien se equivocó, ella tenía un destino
establecido. No se montó en el tren para pasear e ir a la ventura. Eso es
importantísimo. Si sé a dónde voy, pues podré hacer planes claros y tendré en
mente un destino final. Siempre recuerdo la ilustración de un pastor que tuve
que hablaba de un piloto que saludaba a
sus pasajeros y les decía que no sabía exactamente a dónde aterrizarían ni
cuánto tiempo tardarían en llegar a su parada final. Es una cosa sin sentido,
pero cabe preguntar: ¿Sabes a dónde vas? ¿Sabes en cuál estación tienes que
bajarte? Si sabes eso, sabes a dónde no debes pararte. La mujer del flujo de
sangre de las que nos hablan Marcos y Lucas tenía una sola cosa en mente: tocar
el manto de Jesús. No había otra alternativa para ella.
Ahora bien, el error
que cometió Doña Lucía es lo que para mí constituye la lección número dos. Ella
se guió por factores externos y no tuvo la perspicacia de llevar ella misma su
cuenta. Se confió en la voz del sistema operador. Dándole aplicación inmediata
al asunto, es bueno revisar qué “voces” son nuestra guía. Sabiendo a dónde
vamos, podemos con contundencia descartar toda influencia que nos aleja de
nuestro destino. Y retomando el caso de la señora con la regla vitalicia, veo
en ella una determinación que venció los estereotipos, las convenciones sociales, y hasta las leyes.
No estoy motivándote a ser un forajido, de eso ya tenemos suficientes. Sólo
creo que es vital que identifiques qué y/o quiénes te indican el camino, y
hasta dónde eso comulga con lo que tú ya te has fijado como meta. No todo el
que va contigo va hacia el mismo lado, y no tiene por qué hacerlo, así como tú
tampoco debes ir a dónde va.
En este punto cabe
la pregunta: ¿Ella era parte de tu destino? Pues a eso debo decir que
definitivamente sí. Ella fue el instrumento de Dios para montarme en el tren
que me llevará a la estación que Él ha destinado para mí. Es que no te he dicho
lo más importante de todo esto. Sé que sonará extremo y fanático, pero en
realidad no me importa que me veas así. Si quieres estar en el lugar que Dios
destinó para ti, necesitas dejar que Él te lleve. Simple y complejo a la vez.
“Carolina, pero ¿qué hay de mi libre albedrío?” Sigue estando allí, es tuyo
tuyito, pero tienes la opción de entregarlo y rendirlo a los pies del Creador.
La verdad es que a
esta edad ya no recuerdo cuántas veces he pedido a Dios hacer su voluntad en mi
vida, y en ocasiones me ha sorprendido con el ácido de un limón, pero luego
entiendo que me está enseñando las bondades del papelón. Estoy profundamente
agradecida a Él por amarme y guiarme. Sigue siendo mi más grande deseo nunca
errar de estación.