viernes, 30 de octubre de 2015

Muchacho Mongólico

La discapacidad como ofensa es tan nuestra como la arepa. Triste, lamentable, deplorable. Cada vez que escucho la palabra “mongólico” siento un puntazo al corazón. Eso ha sido así para mi desde muy, muy, muy pequeña. Mi papá, quien fue un hombre con poca educación formal, era un hombre culto e inteligente. Hablo en pasado porque hace algunos años descansa en los brazos del Señor. Recuerdo que me habrá pegado unas 3 veces en los 23 años que lo tuve, pero había algo que hacía con relativa frecuencia: me sermoneaba. El sermón consistía en un discurso explicativo de por qué debía hacer (o no) las cosas, y además, siempre tenía una clase extra de vocabulario. Así que mientras mi mamá me decía: “no le digas así a tu hermana”, a mi acostumbrado "gafa", mi papá me decía: “te agradezco no uses términos peyorativos hacia tu hermana” o “ese tipo de epítetos están de más en esta casa”. De manera que desde corta edad yo desarrollé una estricta clasificación de palabras.

Cuando tenía unos 4 o 5 años se me enseñó que las palabras “estúpido” y “ridículo” eran groserías. Así que yo no las decía. Más a menos a esa edad comencé a escuchar en el colegio la palabra “mongólica”. Me la decían con frecuencia, puesto que yo era de esas niñas víctimas del bullying escolar. Un día le pregunté a mi papá qué significaba. Y bueno, aunque no me dio la clase de genética, me explicó a qué se refería. En esa misma onda me explicó que había niños, jóvenes y adultos diferentes, pero que debían ser igualmente respetados, y hacía ellos tampoco debía usar “términos peyorativos”. A partir de ese momento me convencí que “mongólico” era una manera condenable de referirse a alguien, tuviese Síndrome de Down o no.

Hoy día se ha establecido un protocolo para abordar esos términos (Algún artículo futuro será para hablar de ello de manera extensa) Sin embargo, en el populacho sigue existiendo un léxico que menosprecia, ofende y veja a las personas con discapacidad. Puedo traer algunos ejemplos a memoria: “Pide más que una ciega”, “¿Acaso eres mocho?”, “Se quedó autista”, “Niño enfermo”, “Muchacho mongólico”, y otros. 




Mi estómago se revuelve cuando escucho a alguien hablar así. Me pregunto qué sociedad puede ser inclusiva mientras ofende. Y es que esto, señores, es lingüística básica. Las palabras tienen una carga semántica que las da su contexto. Cuando un liceísta le dice a otro: “becerro”, no está pensando en el hijo de la Vaca Mariposa (es muy posible que no sepa ni siquiera quién rayos es esa vaca). Así que cuando alguien usa esas despreciables palabras para referirse a otro, está ofendiendo en dos vías. ¿Por qué? ¿Quién nos dio derecho? ¿Qué nos hace creer que el otro es menos por tener una condición diferente? Pues hay que alzar la voz.

Las personas especiales tienen una condición, pero esa condición no define su identidad como seres humanos. Mi hija no es retrasada, tiene retardo mental. Ella es una niña tierna, amorosa, valiente, y mil cosas más. Sus increíbles cualidades son dignas de mi admiración. Sé que ella no es la única admirable. Conozco a estas alturas montón de personas de esa categoría (lee mi artículo Temple de Acero). Todas ellas poseen un diseño único, y no me canso de contemplar deslumbrada la enorme capacidad que tienen para gozar la vida así como es.

No podemos permitir que la discapacidad siga siendo usada para la ofensa. Así que te propongo que este fin de semana hagamos una campaña por el respeto a nuestros hijos y de todas las personas con discapacidad. Se llama “Usa otra palabra”. Te voy a pedir que durante este fin de semana compartas en las redes (Facebook, Twitter, Instagram, etc.) La siguiente imagen




Vamos a esparcir el papelón, y darle un parao a la falta de respeto que está tan arraigada en nuestra idiosincrasia. Si alguien aún teniendo la información decide no corregir su conducta ofensiva, pues habremos cumplido nuestra parte. Ya allí queda recordar las palabras de Jesús: "...de toda palabra ociosa que los hombres hablaren, de ella darán cuenta en el día del juicio". Mientras tanto, hagamos nuestra parte y enseñemos al mundo como tratar a nuestros hijos. No dejaremos que le amarguen el guarapo. Así que, como dice mi queridísimo Kirk Franklin: "Let's go!"

Por cierto, ¿sabes cuál es mi ingrediente secreto para hacer papelón con limón?

viernes, 23 de octubre de 2015

Ahoritidad



Ahorita: ya, de inmediato.

Cuando comencé a transitar esta senda, tuve una conversación orientadora con una de las maestras de mi vida: mi pastora. Ella llegó a mi vida cuando sólo comenzaba mi adolescencia y se convirtió en un modelo para mí. Lo que menos imaginaba yo es que seríamos parte del mismo gremio, el de los padres especiales. Madre de un joven con Síndrome de Down, mi pastora ha sido una mujer dedicada a darle todas las posibilidades a su hijo, quien hoy tiene un empleo, es un joven con hábitos y una de las personas más amorosas que yo conozco. De todas las cosas que hablamos en esa ocasión, una de las que más atesoro es el principio que yo he llamado “ahoritidad”. Es decir, hacer lo que toca ahorita, sin angustiarse por el futuro.

Léeme bien. No estoy diciendo que no te proyectes, o hagas planes; estoy diciéndote que te concentres en el hoy SIN ANGUSTIARTE por el mañana. La incertidumbre es parte de la venezolanidad, eso ya lo sabemos. Agregar estrés a las preocupaciones cotidianas, le quita efectividad a tu trabajo del presente. Así que, mientras llegas a ese puente, enfócate en cruzar este que te sigue. Vivir un día a la vez no es andar al garete, o aplicar el “como vaya viniendo vamos viendo” de manera indiscriminada. Tener metas con tu hijo especial está bien. De hecho, debe haber metas para todos los hijos, y para todas las áreas de la vida; pero el trayecto es importante.

La razón principal para hacerlo es que nadie tiene pleno conocimiento del futuro. Eso también lo sabemos muy bien los venezolanos. Teniendo eso en cuenta quiero que pienses en los pronósticos que te dieron acerca de tu hijo. ¿Los recuerdas? Estoy casi segura que en mucho se equivocaron los especialistas que te los dieron. ¿Sabes por qué? Porque tal como me lo enseñó la neurólogo de Ella, es muy difícil hacer pronóstico con un niño. Y la verdad es que es muy difícil hacer pronósticos con la vida. ¿Qué sabe uno cómo terminarán siendo las cosas? No hay profeta, adivino, brujo, agorero u horóscopo que te pueda decir qué va a pasar en cada cosa de tu vida, y en eso podemos citar a Pedro Navaja: la vida te da sorpresas.  


La ansiedad del futuro nos puede robar incluso la posibilidad de vivirlo. ¿Sabías que el estrés te hace inmunológicamente vulnerable a enfermedades? Estoy solo hablando de los efectos fisiológicos. ¿Qué me dices de tu salud mental? Entonces, quizá te preguntas cómo hago yo. Pues, es tan arduo como espantar moscas. Con bastante frecuencia al campo de la batalla de mi mente vienen cantidad de corsarios armados, tratando de robarme la paz. He decidido que no me vencerán, no me robarán la alegría del ahora, y no me quitarán el disfrute de lo alcanzado, tal como te lo conté en puntos de recarga. Lo que te estoy diciendo, no te lo digo desde un pedestal de santo. Es un consejo que busco aplicar contra viento y marea cotidianos.


Estamos en una especie de escalera. No la vamos subiendo tan rápido como otros padres. A veces nos quedamos en el mismo escalón por largo tiempo. Otras, tenemos la impresión de que bajamos varios, cuando creíamos haber avanzado. Pero esto no es una carrera de velocidad. Sigue esforzándote, pero sin zozobra. Y recuerda mi recomendación de siempre, usa mi ingrediente secreto en tu guarapo. No hay manera de saber cómo estarán las cosas en un año, o en cinco. Pero antes de desesperanzarte al pensar qué vas a hacer cuando estés en el escalón 432, dirige tu energía para pasar al 19.  Vive un día a la vez, da un paso a la vez.

viernes, 16 de octubre de 2015

Temple de Acero


En una ocasión escuché que se ha comprobado que los padres especiales vivimos la tensión similar a la de un soldado en guerra. Eso me impresionó. Pero antes de enfocar la atención en nosotros, quiero que hagamos un alto y veamos a nuestros ángeles. Son ellos los que se chupan el limón más ácido de todo esto; después de todo, son quienes lidian con su condición. Lidian, sufren, padecen, se la calan. Y no me vengan con el asunto del CONAPDIS o el APA. Los términos buscan establecer un protocolo para su trato en la sociedad (y eso está bien), pero sí sufren, sí padecen y sí la pasan rudo; ustedes y yo lo sabemos.

A pesar de eso, para mi sigue siendo un misterio la increíble capacidad que nuestros hijos tienen para mantenerse contentos y a la altura de lo que acontece. Mi hija tiene 4 años. Su condición empezó a ser evidente a partir de los 5 meses. Si no lo sabías, el Síndrome de West  generalmente presenta sus síntomas durante el primer año de vida del niño. Aparentemente todo está bien, y al empezar las crisis, el niño comienza a retroceder. Ella por ejemplo, estaba empezando a rolarse, y agarraba objetos con ambas manos de manera intencional. Todo eso dejó de pasar en cuestión de días. Te doy el contexto para que comprendas que tengo más de 4 años flipeada por como ella mantiene su estado de ánimo, a pesar de sus circunstancias.

La resistencia al desgaste es una de las propiedades más notables del acero. Yo lo observo en mi hija. Ella ha aguantado la pela. A los 7 meses de edad fue operada de cataratas (nació con ellas). Sufrió epilepsia agresiva durante bastante tiempo. Ha aguantado hambre, sueño y cansancio por motivos de exámenes y/o terapias. Tolera horas en la carretera y se comporta como un ángel. Se toma unos fármacos con sabores espeluznantes. Y quién sabe qué otras cosas más se cala y yo no las sé porque ella aún no habla, y me toca a veces deducir por sonidos o llantos el motivo de su incomodidad. Aún con todo eso, Ella siempre sonríe. Muy pocas veces está de mal humor. Tiene una tenacidad asombrosa. No se quiebra, no se rinde, no vacila ante el reto. Esa es mi hija.

Esta propiedad es única en  nuestros niños. Sé de alguno de los suyos y también lo veo en ellos. Operaciones, días de hospitalización, tratamientos dolorosos, gastrostomos, dietas, puyazos, incomprensión del mundo, ausencia de ascensores, rechazo de maestras, burla de los otros niños, insensibilidad médica, espacios no adaptados, y un sinfín de cosas más. Si bien siempre hay cosas que hacen el equilibrio, la clave está dentro de ellos. Es que lo más seguro es que ellos ya vengan configurados para añadir el ingrediente secreto a su guarapo. El limón injerto de sus condiciones, no es capaz de opacar el dulce de su papelón. Ellos lo traen consigo y no tienen que buscarlo en elementos externos.



Es en este punto en el que cabe preguntarse si los niños especiales están tan limitados como el mundo nos quiere hacer creer. ¿No será más bien que nosotros somos los que tenemos las limitaciones? Limitamos nuestro disfrute de la vida, limitamos nuestra capacidad para dar, limitamos nuestra mente para soñar cosas grandes (o incluso pequeñas), nos limitamos de ser quienes somos en realidad, por estar pendientes de expectativas ajenas. Es mi firme opinión que ellos son otra categoría de humanos, no por sus condiciones. Todos nacemos con el sello de un Ser Superior, pero nuestra maldad lo borra. Eso no le pasa a ellos. Tienen la inmensa capacidad de luchar contra sus limitaciones y en muchas ocasiones, superarlas. Eso es para mi lo que los coloca en esa otra categoría de la que hablo. ¡Qué Superman, un carrizo, chico! Temple de acero tienen nuestros chamos. Ante ellos me quito el sombrero. Me enorgullece tener una de esas heroínas en mi casa.

No olvides comentar, contándome las hazañas de tu hijo o de algún niño especial que conozcas.


viernes, 9 de octubre de 2015

Puntos de Recarga


Estoy viviendo días sumamente agotadores. Me siento física y emocionalmente cansada.  Las razones son múltiples, pero la respuesta a ello es la misma: necesito recargar mis baterías. Esto de hacer este guarapo frecuentemente, hace que se te pelen las manos de tanto ácido, que te cortes picando el limón, que te empegostes de papelón o que simplemente te hartes de hacerlo y quieras tomarte una malta, algo que destapas y ya. Tener hijos especiales es como pertenecer a la mafia rusa: después que entras, no sales. Entras para hacer cosas extremas. Pero uno se cansa, pana.

Hoy hablaré hoy exclusivamente en primera persona. Me hablaré a mí misma. Si coges dato, y te identificas, bien. Pero hoy estoy frente al espejo, en un monólogo exhortador.

Necesito recargar mis energías. Las exigencias físicas de esta responsabilidad son grandes. Ella es una niña, cronológicamente hablando. Pero neurológicamente es una beba. Eso requiere muchísimas atenciones de mi parte. Además, Ella tiene un hermanito que también necesita mi cuidado. Eso sin mencionar la casa. De manera que es importante que duerma, que coma, e incluso que me distraiga. Debo hacer tiempo para ir al baño en calma. Tengo que almorzar antes de las 4 de la tarde. Tengo que dormir aunque sea 7 horas corridas. Si me enfermo, ¿con qué energía podré atender a mi hija? No es irresponsable tomar una siesta de 20 minutos, o ver una película mientras doblo el ropero lavado. Mi cuerpo es el instrumento para cuidar de mi familia, y debo también cuidarlo.

Necesito recargar mis esperanzas, porque la realidad puede ser abrumadora. La esperanza se alimenta con la fe; fe en que las cosas pueden siempre mejorar, no importa lo que sucede en el plano físico. Para ello debo recordar en dónde estábamos ayer, la semana pasada, el año pasado o hace dos años. Me pregunto: “¿Ella ha avanzado?” Y la respuesta es: Definitivamente, sí. Los pasos que ha dado son pininos para algunos. Pero es que Ella va a su ritmo, pues. En ocasiones parecemos estacionarnos. Aún allí, debo mantener mis esperanzas. Ya te he contado de mi ingrediente secreto. Lo uso no sólo para hacer papelón con limón. Cuando quieren venir esos pensamientos deprimicidas, lo agrego, sin pensar. He decidido pelear mi batalla de fe con la convicción que saldremos vencedores de todo esto. Para recargar mis esperanzas, debo también mantener mi mirada en MI META. Porque ver a los lados, ver cómo van los demás y compararme, puede desalentarme. Y es por eso también que…

Necesito recargar mi paciencia. La paciencia que Joyce Meyer define como la actitud correcta mientras esperamos. Hay días que la pierdo. Hay días que la quiero esconder y pretender no necesitarla. Y confieso que la pierdo más con los demás que con Ella. He aprendido a respetar su proceso; pero me cuesta lidiar con quienes quieren que corra, cuando apenas aprende a sentarse. Quiero aprender a ser paciente con quienes aprenden la paciencia, y espero que me esté explicando. No quiero que me duela más la lengua de explicar que mientras hacemos lo que nos toca, debemos esperar en paz (calma en medio de la tormenta).

Necesito recargar mi perseverancia. He leído en varias ocasiones “Qué Hacer por su Hijo con Lesión Cerebral”. El Dr. Glenn Doman, autor del libro, realizó grandes aportes a la rehabilitación pediátrica en un tiempo en el que el conocimiento del área era escaso. Aunque, en mi opinión, algunas cosas de su método son difíciles de aplicar cotidianamente, me fascina el concepto que él plantea sobre el padre terapeuta y sobre la disciplina para la rehabilitación. Para él, se requiere un esfuerzo constante y sostenido de estimulación. Debo recordar que cada estímulo, es una semillita sembrada en el cerebro de Ella. A veces da fruto en corto tiempo, a veces simplemente se implanta y comienza a echar raíces. Las raíces invisibles, son el sostén para el gran árbol de la destreza que más adelante se desarrollará. Mi trabajo es seguir cuidando del jardín. Cuidar lo sembrado, y seguir sembrando.

El hecho es que no puedo permitir que se me agoten los elementos de trabajo. Sin ellos, la vida se hace cuesta arriba. Debo buscar mi fuente de recarga, lo que me permite tomar un respiro, y seguir. Rendirse no es opción para un padre especial.  


¿Consideras que hay otras cosas que debemos recargar? No dudes en comentar. 

viernes, 2 de octubre de 2015

Cómo Sobrevivir a los Opinólogos


No sé si es en toda Latinoamérica, pero aquí en Venezuela, nosotros somos expertos en opinar en la vida de otros. Me he encontrado con personas que al saber que tengo una niña especial comienzan a hacerme preguntas y darme consejos. Seguro que te ha pasado también.  Pero no voy a escribir para criticar a esos opinólogos. La mayoría de ellos tiene buenas intenciones. Te voy a dar unos consejitos para sobrellevar el asunto de la mejor manera, porque, estemos claros: aquí en Venezuela todos somos expertos en todo.

  1. Escucha educadamente. Miren, amigos. No tiene caso discutir. Escucha las opiniones, así sean las más absurdas. ¡A mí me ha tocado hablar con cada gente!. Te aconsejan de todo: hazle masajes con vino blanco y sal marina, llévala a los delfines (perros, caballos, conejos, avestruces, cocodrilos), péinala todas las noches, dale tuétano de ganado, o pupú de paloma, llévala a Cuba, cántale el Alma Llanera. O sea, hay mucha información.  Presta atención. Quizá alguna de esas cosas son buenas para tu hijo. También hay algunos que tienen ínfulas de pitoniso y te dicen: “no, pero ellos se ponen normales con el tiempo”. Es decir, ellos ya pronostican lo que sucederá. A esos también escucha. Hay quienes te recomiendan médicos, brujos o iglesias. Hay quienes te hablan de fármacos. Escucha y presta atención a lo segundo.     
  2. Desarrolla un criterio. El criterio lo desarrollas de dos maneras. En primer lugar informándote bien acerca de la condición de tu hijo. Mientras más claro el diagnóstico, mejor. Investiga de fuentes confiables (en internet hay de todo, pero hay un gran porcentaje de información que es falsa o no fundamentada). Habla con los especialistas. Pregunta e instrúyete. La mayoría de los padres aprendemos a hablar esas lenguas extrañas de términos médicos. La otra manera de desarrollar un criterio es conociendo a tu hijo. Yo tengo varias amigas cuyos niños también tienen síndrome de West, pero ¿sabes? Esos niños son diferentes a mi hija, y sus madres también lo son de mi. No todo es aplicable a todos. No todo lo que te aconsejen será bueno o accesible para tu hijo.                                                                                                                            
  3. Quédate con lo bueno. El apóstol Pablo le dice a Timoteo en una de sus cartas: “Examínalo todo, retén lo bueno”. Hace poco tuve una conversa con una opinólogo. Lo cómico era que ella preguntaba y se respondía sola. En cuestión de minutos me había dado unos 10 consejos diferentes, casi ninguno aplicable para mi niña. Pero entre la mucha perorata que habló, soltó una perla que me acompañó por varios días: “No hay que desanimarse, siempre hay que perseverar”. Me dijo eso en un momento en el que atravesaba esas crisis de “estoy cansada de lo mismo, no veo resultados, no sé que hacer”. Ella no lo sabe, pero fue un instrumento divino para infundirme ánimo. Siempre puedes sacarle jugo al limón, y con nuestro papelón hacer el juguito del día.                                                                                                                                                  
         
  4. Escoge a tus consejeros. Salomón dijo: “En la multitud de consejos está la sabiduría”. Evaluar el punto de vista de otro con más experiencia o con otra postura, es a veces necesario.  Haz amigos con personas que tengan o cuiden niños con la condición de tu hijo. Hazte amigo de sus terapeutas.  No está mal buscar personas que te ayuden y orienten. La cosa es que eres tú quien tiene que tomar la decisión final con ayuda de ese criterio que desarrolles. ¿Cuál es la medida? Pues que sea lo que mejor funcione para tu hijo y tu familia. Lo importante es que sepas que hay otros que te pueden ayudar. Somos seres sociales, puestos en esta Tierra para relacionarnos. Yo cuento con mi ingrediente secreto para cada cosa que hago. Eso es sumamente importante para mi.                                                                                                                                                                                             
  5. Recuerda que no le debes explicaciones a nadie. Suena malandro, pero si eres un adulto, y la manera como tu vida ha tenido que ajustarse debido a la situación de tu hijo especial está funcionando para ti y los tuyos, pues lamentablemente (para los demás) no le debes explicaciones a nadie.  Y aunque suene odioso para muchos, esa es la purita verdad. Si bien la mayoría de los opinólogos tiene buenas intenciones, no todos son indulgentes o empáticos, y algunos sólo buscan imponer su criterio. ¿Quién conoce a su muchacho? Tú. ¿Quién conoce las goteras dentro de su casa? Tú y los que viven contigo el día a día.

Así que ya sabes, no hay necesidad de ahuyentar a un opinólogo, siempre que tengas un criterio personal de cómo  manejar toda esa información que te den. Recuerda que en esto de hacer papelón con limón, la diplomacia colabora en un mundo en el que nuestros niños son minoría.