viernes, 25 de septiembre de 2015

Jungla Capital



Una de las cosas que me ha tocado aprender con Ella es a abrirme al cambio. La verdad es que a medida que envejecemos, nos volvemos personas bastante apegadas a nuestros patrones de vida, y el cambio nos puede tambalear. Después de conocer el diagnóstico de la niña, la neurólogo me dijo que habían dos cosas importantes: detener las crisis y rehabilitar. Ambas cosas debían hacerse en paralelo. No podía esperar que las crisis pararan, para llevarla a la terapia.

El asunto es que la neurólogo estaba en Caracas, el oftalmólogo también. Además, la terapeuta de lenguaje. Y para rematar, conseguí un sitio en el que trabajaban un método de rehabilitación que me interesó, y luego de llevar a Ella, quedé convencida que ella mejoraría recibiendo fisioterapia con esa técnica; y adivina qué, el sitio también estaba en Caracas. Pero, si te digo la verdad, soy alérgica a Caracas. Sé que dicen: “Caracas es Caracas y lo demás es monte”, pues yo soy la más montuna de todas las venezolanas.

Si alguna vez has leído el clásico de la literatura de autoayuda ¿Quién se ha llevado mi queso?, recordarás, que estos ratoncitos se vieron forzados a salir de su zona de confort para conseguir su alimento. Eso fue lo que nos pasó. Yo no pensé dos veces en hacer los arreglos para ir todas las veces posibles y necesarias a la jungla caraqueña. Como te dije, no me agrada. Pero decidí que valía la pena invertir tiempo, dinero y esfuerzo por la mejora de mi hija. No con esto te quiero decir que tienes que ir a Caracas a buscar especialistas. Mi punto es que, en muchas ocasiones, las circunstancias difíciles demandan de nosotros recorrer una milla extra; y mucho más si se trata de nuestros hijos.

Y así como te conté en Saliendo del Hueco de la Depre, mi actitud hacia Caracas cambió. Sigue sin gustarme, pero ir allá no me quita la paz, ni me trae enojo. No te imaginas toda la logística que implica ir; sin embargo, cuando veo los resultados de esas idas, entiendo que esos esfuerzos son una siembra que dan frutos, a veces a largo plazo. Además, gracias a la madre que me parió y me montó en cuanta camioneta existía en Maracay durante mi niñez, soy una persona con habilidades de ubicación espacial y encuentro direcciones fácil y rápidamente. Así que, aunque no soy experta en geografía capitalina, me se mover sin problemas. No hubiese tenido esa experiencia de no ser por Ella.

No soy la primera que experimenta el cambio. Pienso en el gran patriarca Abraham. Él estaba de lo más cómodo en Ur, y Dios le dijo: “Chamo, vete de aquí. Vas a ir a un lugar que yo te voy a indicar; pero no te voy a decir todavía dónde es. Más adelante te explico.Mientras tanto, agarre sus cachachás y vamonós”. La historia del pueblo de Israel no fuese la misma de no ser porque él dejó a su familia para buscar esa tierra que Dios le iba a mostrar.

Lo que te quiero decir es que muchas veces el cambio es bueno. Abrirnos a otras opciones, considerar las alternativas y decidir esforzarse por algo mejor, en la mayoría de los casos, vale la pena. Yo me echo mi repelente, agarro mis botas de exploradora, me monto mi bolso multirecursivo, y me armo de ganas para ir a la jungla y conquistar aunque sea un milímetro de mejora para mi hija. Estoy segura que si eres mi compañero de camino, lo has hecho. ¿Verdad que vale la pena? El limón del esfuerzo extra se puede pasar, siempre que le pongas su toque de papelón. Claro, si le incorporas algo de mi ingrediente secreto, queda aún mejor.


Nota (sólo para caraqueños): No me odien por no querer su valle. Agradezco a Dios por todas las cosas buenas que hay allá y ayudan a mi chama, es que yo soy muy provinciana.

viernes, 18 de septiembre de 2015

Saliendo del Hueco de la Depre

Yo no sé cuál condición tiene tu hijo. La mía sufrió epilepsia. No sé si has visto a alguien convulsionar, pero más que desconcierto, a un padre cuyo hijo tiene crisis diariamente, lo acompañan el terror y el dolor. Recuerdo que cuando supe que Ella convulsionaba lo primero que hice fue preguntarle a la doctora si eso le dolía. Yo veía que ella se dormía a veces, luego que la crisis terminaba. No sé si es el término, pero yo lo llamaba somnolencia posconvulsiva. Mientras  dormía por esos 5 o 10 minutos, yo la observaba con lágrimas en mis ojos, preguntándome cuándo volvería a suceder, y qué tantas neuronas había sido dañadas en esa última crisis.

En diciembre de 2011, cuando Ella tenía 8 meses, alcanzó un punto crítico y su sonrisa desapareció, también su nivel de alerta disminuyó considerablemente. La nena era como una muñequita, estaba allí. Para mi es muy difícil describir esos sentimientos que me acompañaron todas esas semanas. Sin embargo, hubo algo que me ayudó a salir a flote del asunto. No desaparecieron las crisis, pero cambió mi actitud.

Mi esposo llegaba todas las tardes del trabajo, y me encontraba como un noticiero dándole un recuento de todo lo malo que había sucedido en el día. No me malentiendas, es necesario drenar, es necesario apoyarnos en nuestro cónyuge, si lo tenemos, o en un familiar; pero yo estaba empecinada en sólo ver el vaso medio vacío: no comió completo, sólo durmió, tuvo 8 crisis, tuvo un ataque de llanto, tiene 3 días sin evacuar, etc. Pero mi esposo, un hombre sabio, quien es mi complemento perfecto y quien le hace equilibrio a mi corazón bohemio, me dijo: “¿Sabes qué? Es obvio que hay cosas mal con Ella. Te voy a dar una tarea. Todos los días cuando yo llegue, debes darme aunque sea UNA buena noticia de la niña”.

Entonces, me embarqué en la tarea de hurgar en el día, de todo lo que había pasado, y conseguir algo bueno que reportar a mi esposo. Fue cuando me tocó ir por mi recetario y aplicar el ingrediente secreto.  Al principio eran nimiedades: se rió porque estornudé (reaccionó a un estímulo); pero luego mis ojos se fueron abriendo a las cosas que debía agradecer. Y en ese momento, mi percepción de la condición de Ella cambió. Ya no estaba tan mal como yo pensaba, aunque no había para ese momento mayor cambio.  Conseguir las cosas buenas del día se ha vuelto un hábito en mí. Eso le baja el volumen a la queja interna, y a la culpa autoechada (algún día escribiré sobre eso).


Cuando nos encontramos en el hueco de la depre, andamos con la empalizada por el suelo, asumimos una postura “gloomy” de las cosas y todo lo vemos gris. Si sólo ves a tu alrededor, verás más del hueco. Ve hacia arriba. Hay alguien allí. Él te diseñó para estar bien. El rey David en una ocasión lo dijo: “Alzaré mis ojos a las montañas, ¿de dónde viene mi ayuda?, mi ayuda viene de Dios, que hizo los cielos y la tierra”. Y Dios está manifiesto en las más pequeñas cosas. Mira a tu alrededor. Haz el ejercicio. Encuentra algo bueno. Siempre lo hay. Usa eso como una cuerda, y sal del hueco. Permanecer allí no te ayudará. Estar en el hueco te paraliza, y no te deja avanzar. De eso se trata: encontrar el papelón para echarle a la limonada.

viernes, 11 de septiembre de 2015

La Pesadilla del Diagnóstico

He vivido muchos malos ratos en mi vida, pero hasta ahora el peor ha sido el momento en el que recibí el diagnóstico de mi hija. Es quizá la peor experiencia que he tenido. Puedo hablar de ello, pero mi corazón se acelera al recordarlo.

Antes de ir con la neurólogo que trata actualmente a Ella, había visitado otros cuatro. Por muchas razones no daré nombres, y evitaré dar detalles específicos, pero te puedo decir que en ese transitar comencé a darme cuenta de algo: los doctores no son infalibles (No sé por qué crecemos con ese mito en la cabeza). Pueden equivocarse. De hecho, mi hija tiene una lesión cerebral por descuido del obstetra que trató mi embarazo, pero ese no es el punto hoy.

Después de ir a cuatro neurólogos distintos, encontré  a una especialista en epilepsia. Estaba ya cansada de información inútil y falsos positivos. Yo no quería buenas noticias; estaba convencida que algo no andaba bien con Ella, y quería saber qué rayos era. Así que empecé el 2012 como en cero: a repetir electroencefalograma, resonancia magnética, etc. Lo más importante era el electro. De ese examen se definiría el diagnóstico.

El técnico que realiza el examen me pregunta varias cosas, y coloca los electrodos. Yo tengo a mi nena en los brazos, y veo la pantalla: rayas que para ese momento no entendía en absoluto. Él me continúa haciendo preguntas, y luego suelta las tres palabras que más dolor me han causado en la vida: ESO ES WEST. Estas líneas no pueden expresarte el descuido que tuvo al soltar su bomba. No puedes imaginarte lo inhumano que fue. Y allí estaba yo, con mi hija, en un cuarto oscuro, empezando a vivir la travesía del duelo que produce recibir un diagnóstico de ese tipo.


No te preocupes. Yo sabía que era West. Cuando yo vi a mi hija convulsionar, no sabía que eran convulsiones, lo que veía eran espasmos. Lo googleé, y lo conseguí: espasmos infantiles. Muchas cosas encajaban, pero yo me resistía a creer que ese era el motivo de mi angustia. La neurólogo me había dicho que era una posibilidad, pero ella es una persona muy dulce y sensible, quizá no quería herirme o enviarme a pasar diciembre con ese trago amargo.

Salí del consultorio, le entregué la niña a mi mamá, o a mi suegra, no recuerdo. Pagué, y pedí instrucciones para buscar los resultados. Todo eso con un nudo en la garganta, conservando la calma, cual aristócrata inglesa. Bajamos y llamamos al taxista. Pero no pude aguantarlo más. Exploté en llanto cuando mi suegra preguntó: ¿Qué te dijeron?

Fue un día espantoso de enero. Llegamos a la casa, fui a una librería, y me compré dos libros (soy bibliófila-lo confieso) acordes a la ocasión. Me eché en la cama, medio hojeé los libros, traté de dormir, lloré, lloré más, no comí y seguí llorando. Y así pasaron días, semanas y meses. Como sonámbula. Medio viva, medio muerta. Culpándome. Reclamando a Dios. Consumida en dolor y desesperanza. Los resultados que recibí unos días después confirmaron lo que me había dicho el técnico, sólo que en blanco y negro y sin tono hiriente: Se correlaciona con Síndrome de West.

Ese fue el día en que mi vida cambió para siempre. Ese fue el día en el que comencé a caminar un sendero poco transitado. Ese fue el día en el que entré a este cuartel sin tregua. Pero si te soy sincera, he aprendido que no hay pesadilla eterna. Como te dije al principio, he pasado muchos malos ratos, sólo que ese ha sido el peor. Las pesadillas de esta vida en ocasiones son inevitables, pero todas se acaban. El choque del momento, el dolor, el ácido del limón, ni siquiera en la boca, sino como restregado sobre una cortada, no es más duradero o más fuerte que el amor que sientes por ese niño. Las pesadillas generalmente son el reflejo de nuestros profundos temores, y muchísimas veces, nuestros temores son falsas creencias.

El profeta Jeremías, en sus tiempos y en sus circunstancias particulares deseó tener alas, alas para irse lejos, huir, desaparecer. Esa es la sensación que nos invade a veces. No obstante, aunque suene cursi, tú y yo sabemos que el amor todo lo puede. El amor por nuestros hijos nos da la fe, la fuerza y la estrategia para sortear los obstáculos. Si tienes el diagnóstico de tu hijo, sabes de qué hablo. Si aún no lo tienes, pero sabes que algo anda mal, debo decirte: es una pesadilla necesaria. En el momento en que la vivas te tambalearás, pero podrás ubicarte en un camino y sabrás como ayudar a tu hijo. Podrás prevenir mayores consecuencias y tu corazón vivirá una transformación al saber a qué tipo de ángel tienes el privilegio de cuidar.

El amor por nuestros hijos nos despierta de la pesadilla y nos da la forma de hallar el papelón; así sea desde la mata de caña. Lo internalicé y decidí que mi limonada llevaría el dulzón del papelón con el infaltable ingrediente secreto.

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jueves, 10 de septiembre de 2015

Mi Ingrediente Secreto

En este mundo de incertidumbre, esto sé: Dios me ama. Me ama tanto que envió a su único hijo a morir en la Cruz del Calvario por mí. No lo hizo por deporte, lo hizo ocupando mi lugar y el de Ella. Porque la verdad es que la humanidad entera está separada de Dios por su condición pecaminosa. Y otra verdad es que esta vida de limones es temporal. Entendí que la Vida Eterna es más importante, y pretendo pasarla con Jesús. Por ello le sigo desde mis 9 años. No tengo una religión, tengo una relación personal con Él. Él es la esencia. Él es mi papelón. Él es el ingrediente secreto. Si no lo conoces, te invito a acercarte a Él. Tal como eres, tal como estás.

Todo se resume en cuatro principios importantes que debes tomar en cuenta para adicionar este ingrediente secreto




Ya lo compartí contigo, pero eso queda entre tú y yo.

viernes, 4 de septiembre de 2015

Haz Papelón con Limón

El refrán reza: “Si la vida te da limones, haz limonada”. Esta frase  se le atribuye a Dale Carnegie, un escritor estadounidense que se dedicó a escribir y dictar conferencias de autoayuda. Para mí, expresa de la mejor manera lo que podemos hacer ante las circunstancias adversas que nos presenta la vida, y de las que no podemos escapar. En mi caso particular, la vida me dio un limón francés, esos que aquí en Venezuela llamamos injertos, que son casi del tamaño de una toronja. Generalmente, son jugosos, pero son también muy ácidos.

Es posible que a alguien no le guste mi alegoría, y suene como queja para otros. La verdad es que tener un hijo especial en un país como el nuestro, no es fácil. Pero como te he venido diciendo, estoy sacándole provecho a los limones, y en lugar de hacer limonada, estoy haciendo papelón con limón, que en mi opinión es la bebida más refrescante que puede existir (es posible que para ti sea la cerveza, pero, yo no tengo tolerancia al licor). Esta es mi versión de vida, y quiero compartir contigo un pedacito. No tengo LA receta por excelencia, creo que eso no existe. No obstante, estoy convencida que los padres (abuelos, tíos, hermanos, cuidadores) de niños con necesidades especiales somos parte de un gremio: compartimos metas y temores en común, y más aún si vivimos bajo esta bandera tricolor.

En caso que tengas dudas, te voy a presentar una lista de alternativas en las que podrías total o parcialmente identificarte conmigo, en esto de tener un hijo especial. …

  1. Experimentaste un cambio de perspectiva de vida ante el diagnóstico de tu hijo. Para mi fue como un balde de agua fría, una cachetada, un golpe en el estómago. Hoy puedo hablar de ello con naturalidad; pero en el momento en que supe que mi hija tenía Síndrome de West (un tipo de epilepsia agresiva, de difícil control y con consecuencias de gran deterioro), yo viví horas, días, semanas y meses de desconsuelo, tristeza, rabia, culpa, incertidumbre, dolor, y todos esos sentimientos que nos confunden y nos arropan cuando escuchamos tan malas noticias. Un velo se corrió, y te puedo decir con toda certeza, que aunque la maternidad nos cambia, a mi me cambió notablemente el diagnóstico de mi nena. Estoy segura que a ti te pasó lo mismo.              
  2. Batallas día a día contra los prejuicios y limitaciones de tu entorno. Quizá lo más difícil en este tiempo no es la discapacidad de nuestro hijo, sino los conceptos y paradigmas externos que existen en quienes nos rodean, esos que no sólo se manifiestan en una cara de asombro, en un comentario indiscreto, o en el rechazo de alguien; también lo vemos en la ausencia de una rampa, en la descomposición de un ascensor, o en la inadaptabilidad de los espacios para que también puedan estar nuestros hijos. Allí vivimos nuestras pequeñas guerras, esa que no podemos pelear con cañones, ni espadas; en las que nos asaltan el miedo y nos preguntamos si las cosas cambiarán para ellos.                                                                                                                  
  3. No te has dado por vencido. No importa lo que te hayan dicho los especialistas, o lo que diga wikipedia. Tú sigues llevando tu hijito a la terapia, o lo estimulas en casa. Pruebas tratamientos, insistes en seguir intentando todo lo que está a tu alcance para mejorar su vida  para garantizar su felicidad, porque mientras hay vida, hay esperanza; porque la ciencia avanza, porque el cuerpo humano es una cosa tremenda, y porque la última palabra la tiene Dios (al menos para mí, es así). A veces, has querido tirar la toalla, pero ves a los ojos de tu hijo, y no hay en él una mínima intención de abandonar. Ser padres, es como pertenecer a la mafia: después que entras, no sales. En  mi opinión, ser padres de un niño especial, es como ser de la mafia rusa o coreana: estás dispuesto a todo.
Así que, en este blog no encontrarás más que mi experiencia personal. En algunas ocasiones estarás de acuerdo conmigo, en otras, no. Yo vivo mi experiencia, tú vives la tuya. Pero tenemos algo en común: la vida nos dio limones injertos, y en Venezuela tenemos papelón. En esto de hacer papelón con limón, estamos juntos.