viernes, 11 de septiembre de 2015

La Pesadilla del Diagnóstico

He vivido muchos malos ratos en mi vida, pero hasta ahora el peor ha sido el momento en el que recibí el diagnóstico de mi hija. Es quizá la peor experiencia que he tenido. Puedo hablar de ello, pero mi corazón se acelera al recordarlo.

Antes de ir con la neurólogo que trata actualmente a Ella, había visitado otros cuatro. Por muchas razones no daré nombres, y evitaré dar detalles específicos, pero te puedo decir que en ese transitar comencé a darme cuenta de algo: los doctores no son infalibles (No sé por qué crecemos con ese mito en la cabeza). Pueden equivocarse. De hecho, mi hija tiene una lesión cerebral por descuido del obstetra que trató mi embarazo, pero ese no es el punto hoy.

Después de ir a cuatro neurólogos distintos, encontré  a una especialista en epilepsia. Estaba ya cansada de información inútil y falsos positivos. Yo no quería buenas noticias; estaba convencida que algo no andaba bien con Ella, y quería saber qué rayos era. Así que empecé el 2012 como en cero: a repetir electroencefalograma, resonancia magnética, etc. Lo más importante era el electro. De ese examen se definiría el diagnóstico.

El técnico que realiza el examen me pregunta varias cosas, y coloca los electrodos. Yo tengo a mi nena en los brazos, y veo la pantalla: rayas que para ese momento no entendía en absoluto. Él me continúa haciendo preguntas, y luego suelta las tres palabras que más dolor me han causado en la vida: ESO ES WEST. Estas líneas no pueden expresarte el descuido que tuvo al soltar su bomba. No puedes imaginarte lo inhumano que fue. Y allí estaba yo, con mi hija, en un cuarto oscuro, empezando a vivir la travesía del duelo que produce recibir un diagnóstico de ese tipo.


No te preocupes. Yo sabía que era West. Cuando yo vi a mi hija convulsionar, no sabía que eran convulsiones, lo que veía eran espasmos. Lo googleé, y lo conseguí: espasmos infantiles. Muchas cosas encajaban, pero yo me resistía a creer que ese era el motivo de mi angustia. La neurólogo me había dicho que era una posibilidad, pero ella es una persona muy dulce y sensible, quizá no quería herirme o enviarme a pasar diciembre con ese trago amargo.

Salí del consultorio, le entregué la niña a mi mamá, o a mi suegra, no recuerdo. Pagué, y pedí instrucciones para buscar los resultados. Todo eso con un nudo en la garganta, conservando la calma, cual aristócrata inglesa. Bajamos y llamamos al taxista. Pero no pude aguantarlo más. Exploté en llanto cuando mi suegra preguntó: ¿Qué te dijeron?

Fue un día espantoso de enero. Llegamos a la casa, fui a una librería, y me compré dos libros (soy bibliófila-lo confieso) acordes a la ocasión. Me eché en la cama, medio hojeé los libros, traté de dormir, lloré, lloré más, no comí y seguí llorando. Y así pasaron días, semanas y meses. Como sonámbula. Medio viva, medio muerta. Culpándome. Reclamando a Dios. Consumida en dolor y desesperanza. Los resultados que recibí unos días después confirmaron lo que me había dicho el técnico, sólo que en blanco y negro y sin tono hiriente: Se correlaciona con Síndrome de West.

Ese fue el día en que mi vida cambió para siempre. Ese fue el día en el que comencé a caminar un sendero poco transitado. Ese fue el día en el que entré a este cuartel sin tregua. Pero si te soy sincera, he aprendido que no hay pesadilla eterna. Como te dije al principio, he pasado muchos malos ratos, sólo que ese ha sido el peor. Las pesadillas de esta vida en ocasiones son inevitables, pero todas se acaban. El choque del momento, el dolor, el ácido del limón, ni siquiera en la boca, sino como restregado sobre una cortada, no es más duradero o más fuerte que el amor que sientes por ese niño. Las pesadillas generalmente son el reflejo de nuestros profundos temores, y muchísimas veces, nuestros temores son falsas creencias.

El profeta Jeremías, en sus tiempos y en sus circunstancias particulares deseó tener alas, alas para irse lejos, huir, desaparecer. Esa es la sensación que nos invade a veces. No obstante, aunque suene cursi, tú y yo sabemos que el amor todo lo puede. El amor por nuestros hijos nos da la fe, la fuerza y la estrategia para sortear los obstáculos. Si tienes el diagnóstico de tu hijo, sabes de qué hablo. Si aún no lo tienes, pero sabes que algo anda mal, debo decirte: es una pesadilla necesaria. En el momento en que la vivas te tambalearás, pero podrás ubicarte en un camino y sabrás como ayudar a tu hijo. Podrás prevenir mayores consecuencias y tu corazón vivirá una transformación al saber a qué tipo de ángel tienes el privilegio de cuidar.

El amor por nuestros hijos nos despierta de la pesadilla y nos da la forma de hallar el papelón; así sea desde la mata de caña. Lo internalicé y decidí que mi limonada llevaría el dulzón del papelón con el infaltable ingrediente secreto.

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2 comentarios:

  1. que hermoso y si PONGAMOS LE PAPELÓN A ESTA LIMONADA TAN AMARGA SOLO ES UNA TORMENTA PERO HAY QUE RECORDAR QUE SIEMPRE SALE EL SOL...

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  2. Así es, amiga. Nuestra actitud es lo más importante, y nuestros hijos necesitan que mantengamos los ánimos para poderlos ayudar. Saludos!

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