He vivido muchos malos ratos en mi vida, pero hasta ahora el
peor ha sido el momento en el que recibí el diagnóstico de mi hija. Es quizá la
peor experiencia que he tenido. Puedo hablar de ello, pero mi corazón se
acelera al recordarlo.
Antes de ir con la neurólogo que trata actualmente a Ella,
había visitado otros cuatro. Por muchas razones no daré nombres, y evitaré dar
detalles específicos, pero te puedo decir que en ese transitar comencé a darme
cuenta de algo: los doctores no son infalibles (No sé por qué crecemos con ese
mito en la cabeza). Pueden equivocarse. De hecho, mi hija tiene una lesión
cerebral por descuido del obstetra que trató mi embarazo, pero ese no es el
punto hoy.
Después de ir a cuatro neurólogos distintos, encontré a una especialista en epilepsia. Estaba ya cansada de información inútil y falsos positivos. Yo no quería
buenas noticias; estaba convencida que algo no andaba bien con Ella, y
quería saber qué rayos era. Así que empecé el 2012 como en cero: a repetir electroencefalograma, resonancia magnética, etc. Lo más importante era el electro. De ese examen
se definiría el diagnóstico.
El técnico que realiza el examen me pregunta varias cosas, y
coloca los electrodos. Yo tengo a mi nena en los brazos, y veo la pantalla:
rayas que para ese momento no entendía en absoluto. Él me continúa haciendo
preguntas, y luego suelta las tres palabras que más dolor me han causado en la
vida: ESO ES WEST. Estas líneas no pueden expresarte el descuido que tuvo al
soltar su bomba. No puedes imaginarte lo inhumano que fue. Y allí estaba yo,
con mi hija, en un cuarto oscuro, empezando a vivir la travesía del duelo que
produce recibir un diagnóstico de ese tipo.
No te preocupes. Yo sabía que era West. Cuando yo vi a mi
hija convulsionar, no sabía que eran convulsiones, lo que veía eran espasmos.
Lo googleé, y lo conseguí: espasmos infantiles. Muchas cosas encajaban, pero yo
me resistía a creer que ese era el motivo de mi angustia. La neurólogo me había
dicho que era una posibilidad, pero ella es una persona muy dulce y sensible, quizá no quería herirme o enviarme a pasar diciembre con ese trago amargo.
Salí del consultorio, le entregué la niña a mi mamá, o a mi
suegra, no recuerdo. Pagué, y pedí instrucciones para buscar los resultados. Todo
eso con un nudo en la garganta, conservando la calma, cual aristócrata inglesa.
Bajamos y llamamos al taxista. Pero no pude aguantarlo más. Exploté en llanto
cuando mi suegra preguntó: ¿Qué te dijeron?
Fue un día espantoso de enero. Llegamos a la casa, fui a una
librería, y me compré dos libros (soy bibliófila-lo confieso) acordes a la
ocasión. Me eché en la cama, medio hojeé los libros, traté de dormir, lloré,
lloré más, no comí y seguí llorando. Y así pasaron días, semanas y meses. Como
sonámbula. Medio viva, medio muerta. Culpándome. Reclamando a Dios. Consumida
en dolor y desesperanza. Los resultados que recibí unos días después confirmaron
lo que me había dicho el técnico, sólo que en blanco y negro y sin tono
hiriente: Se correlaciona con Síndrome de West.
Ese fue el día en que mi vida cambió para siempre. Ese fue
el día en el que comencé a caminar un sendero poco transitado. Ese fue el día
en el que entré a este cuartel sin tregua. Pero si te soy sincera, he aprendido
que no hay pesadilla eterna. Como te dije al principio, he pasado muchos malos
ratos, sólo que ese ha sido el peor. Las pesadillas de esta vida en ocasiones
son inevitables, pero todas se acaban. El choque del momento, el dolor, el
ácido del limón, ni siquiera en la boca, sino como restregado sobre una
cortada, no es más duradero o más fuerte que el amor que sientes por ese niño.
Las pesadillas generalmente son el reflejo de nuestros profundos temores, y
muchísimas veces, nuestros temores son falsas creencias.
El profeta Jeremías, en sus
tiempos y en sus circunstancias particulares deseó tener alas, alas para
irse lejos, huir, desaparecer. Esa es la sensación que nos invade a veces. No obstante, aunque suene cursi, tú y yo sabemos que el amor todo lo puede. El amor
por nuestros hijos nos da la fe, la fuerza y la estrategia para sortear los
obstáculos. Si tienes el diagnóstico de tu hijo, sabes de qué hablo. Si aún no
lo tienes, pero sabes que algo anda mal, debo decirte: es una pesadilla
necesaria. En el momento en que la vivas te tambalearás, pero podrás ubicarte
en un camino y sabrás como ayudar a tu hijo. Podrás prevenir mayores
consecuencias y tu corazón vivirá una transformación al saber a qué tipo de ángel
tienes el privilegio de cuidar.
El amor por nuestros hijos nos despierta de la pesadilla y
nos da la forma de hallar el papelón; así sea desde la mata de caña. Lo
internalicé y decidí que mi limonada llevaría el dulzón del papelón con el
infaltable ingrediente secreto.
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que hermoso y si PONGAMOS LE PAPELÓN A ESTA LIMONADA TAN AMARGA SOLO ES UNA TORMENTA PERO HAY QUE RECORDAR QUE SIEMPRE SALE EL SOL...
ResponderBorrarAsí es, amiga. Nuestra actitud es lo más importante, y nuestros hijos necesitan que mantengamos los ánimos para poderlos ayudar. Saludos!
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