Asquerosito: (ven.) Perro
caliente que se prepara en un puesto callejero.
Hace unos días fui
con mi esposo a comer perro caliente.
Teníamos muchos meses queriendo comer y en particular, yo quería un
asquerosito hecho por alguien a quien llamaré el Nene para mis propósitos
narrativos. Verás, yo no sé cómo se come el perro caliente en otros países,
pero aquí en Venezuela el perro caliente se come “con todos los juguetes”, es decir,
con un montón de cosas. Por eso mi
esposo quería el perro para llevar, pero yo precisaba acceso total e ilimitado
a todas las salsas posibles, y le insistí para comerlo allí. El resultado fue que, como siempre, terminé sufriendo para mantener todo el
relleno dentro del pan, haciendo todo el esfuerzo posible por hacer un mínimo
de ridículo.
Creo que el esfuerzo
fue en vano. Al Nene se le hace cola, así que todos estábamos en la misma. Miré
alrededor y mis compañeros de comida estaban luchando tanto o más que yo por
evitar que todo se desplomara al piso, o que la salsa terminara cayendo en la
ropa. Aquí en esto, cada quien tiene su técnica: unos se sientan, otros nos
quedamos parados, unos comen con la servilleta en la mano, otros hacemos el
desastre y dejamos la servilleta para lo último. En fin, cada uno a su forma
estaba abordando una situación “difícil”, pero el hecho es que la situación
estaba. Y aunque creas que te estoy echando otro de mis cuentos culinarios,
espera, tengo un punto.
Mi hija Ella tiene
casi 7 años de edad, y su condición especial trastornó, revolucionó mi manera
de pensar de la vida y sus cosas, siendo las relaciones humanas y la manera
como veo al prójimo una de las cosas que más cambiaron para mí. El ser humano tiene un corazón con tendencia
al mal, nos lo cuenta Jeremías, nos lo explica el Apóstol Pablo en Romanos y el
mismísimo Jesús lo dijo una y otra vez en los Evangelios. Ese estado de
humanidad nos hace susceptibles, nos expone a una posición vulnerable en la que
es común ensuciarse con la salsa y hacer un desastre, en la que podemos
terminar metiéndole un mordisco al papel, o botando el refresco. El hecho es
que todos tenemos nuestras susceptibilidades, y al respecto quiero puntualizar
dos cosas.
En primer lugar, el
otro tiene su lucha. No te enfrasques en sólo señalar al otro, y considerar sus
“defectos”. Para mí es muy fácil agarrar
una cucharilla y comer, para mi hija Ella es algo sumamente difícil. Su
limitación (sí, es una limitación, y no hay por qué disfrazarla) condiciona sus
acciones. Puedo decirle: “Hija, ya tienes casi 7 años, así que ya es hora de
que comas sola”, pero no es tan sencillo cuando tienes un cerebro lesionado por
una epilepsia agresiva. El caso de ella es neurológico, pero considera y aplica
a tu contexto. En nuestro mundo abunda la lesión emocional, y una herida en el
alma puede causar grandes discapacidades.
Si bien no podemos curarlas nosotros, sí podemos ser comprensivos.
El mayor motor de
nuestra comprensión debe ser el hecho de admitir que nosotros mismos somos
vulnerables. Tú que me lees tienes una “pata coja”, es posible que no sea la
misma que yo tengo. Es decir, en la norma de oro en la que se nos dijo que amáramos
al prójimo la referencia era el amor
propio: “Ama a tu prójimo como a TI mismo” (mayúsculas mías). Esa
condescendencia que te ofreces y te distribuyes necesitas darla también. Así
que haz el ejercicio hoy mismo: en la cola, en la parada, en el autobús (o
camión), con la cajera del supermercado, con el vecino, con el jefe (o el
empleado), con tu cónyuge, con tu hermana, con quien sea. Todos estamos en
posiciones susceptibles, tengamos algo de comprensión hacia el otro. Mañana, repite la operación. Verás que el mundo tiene menos limón y más papelón.
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