viernes, 10 de noviembre de 2017

Estación Errada




Hace unas semanas estaba viajando a través de la línea 1 del Metro de Caracas. Cuando el tren llegó a Plaza Venezuela, una señora, a quien llamaré Doña Lucía para los efectos dramáticos de mi historia, se levanta de su asiento y pregunta: “¿Esto no es Sabana Grande?”. Todos a su alrededor voltean y un señor le dice: “No, señora, es que lo que dice el operador está mal, viene desfasado”. Bueno, la doñita se bajó en Colegio de Ingenieros para tomar el tren de regreso. Si estás perdido, el mapa de mi ilustración te sirve para entender mejor. Lo que asumo pasó fue que en un punto, activaron el sistema de anuncios en la estación incorrecta, de manera que la estación que anunciaban era la anterior, la que ya habían pasado.





Mientras pensaba sobre qué te escribiría hoy, día de mi cumpleaños número 35, me recordé de este episodio. Verás, el deseo más grande de mi vida ha sido el mismo desde mis doce años: estar en el lugar que Dios determinó para mí. Mientras que el temor más grande es lo opuesto: pasarme la estación y llegar a un sitio no destinado. La cosa es cómo saberlo. Es decir, cómo saber que no estás en la estación errada, cómo saber que la ruta tomada me lleva al destino divino, y que si llegase a equivocarme podría bajarme del tren y tomar el otro que va dirección Palo Verde. O incluso cambiar a otra línea de ser necesario. De manera que estuve analizando todo el episodio para extraer unas lecciones.


Lo primero que veo es que Doña Lucía sabía a dónde iba. Si bien se equivocó, ella tenía un destino establecido. No se montó en el tren para pasear e ir a la ventura. Eso es importantísimo. Si sé a dónde voy, pues podré hacer planes claros y tendré en mente un destino final. Siempre recuerdo la ilustración de un pastor que tuve que hablaba de un piloto que saludaba  a sus pasajeros y les decía que no sabía exactamente a dónde aterrizarían ni cuánto tiempo tardarían en llegar a su parada final. Es una cosa sin sentido, pero cabe preguntar: ¿Sabes a dónde vas? ¿Sabes en cuál estación tienes que bajarte? Si sabes eso, sabes a dónde no debes pararte. La mujer del flujo de sangre de las que nos hablan Marcos y Lucas tenía una sola cosa en mente: tocar el manto de Jesús. No había otra alternativa para ella.





Ahora bien, el error que cometió Doña Lucía es lo que para mí constituye la lección número dos. Ella se guió por factores externos y no tuvo la perspicacia de llevar ella misma su cuenta. Se confió en la voz del sistema operador. Dándole aplicación inmediata al asunto, es bueno revisar qué “voces” son nuestra guía. Sabiendo a dónde vamos, podemos con contundencia descartar toda influencia que nos aleja de nuestro destino. Y retomando el caso de la señora con la regla vitalicia, veo en ella una determinación que venció los estereotipos,  las convenciones sociales, y hasta las leyes. No estoy motivándote a ser un forajido, de eso ya tenemos suficientes. Sólo creo que es vital que identifiques qué y/o quiénes te indican el camino, y hasta dónde eso comulga con lo que tú ya te has fijado como meta. No todo el que va contigo va hacia el mismo lado, y no tiene por qué hacerlo, así como tú tampoco debes ir a dónde va.


En este punto cabe la pregunta: ¿Ella era parte de tu destino? Pues a eso debo decir que definitivamente sí. Ella fue el instrumento de Dios para montarme en el tren que me llevará a la estación que Él ha destinado para mí. Es que no te he dicho lo más importante de todo esto. Sé que sonará extremo y fanático, pero en realidad no me importa que me veas así. Si quieres estar en el lugar que Dios destinó para ti, necesitas dejar que Él te lleve. Simple y complejo a la vez. “Carolina, pero ¿qué hay de mi libre albedrío?” Sigue estando allí, es tuyo tuyito, pero tienes la opción de entregarlo y rendirlo a los pies del Creador.






La verdad es que a esta edad ya no recuerdo cuántas veces he pedido a Dios hacer su voluntad en mi vida, y en ocasiones me ha sorprendido con el ácido de un limón, pero luego entiendo que me está enseñando las bondades del papelón. Estoy profundamente agradecida a Él por amarme y guiarme. Sigue siendo mi más grande deseo nunca errar de estación.

viernes, 3 de noviembre de 2017

Bolsas Plásticas


Hace unas semanas estuve en la jungla para el control oftalmológico de Ella. Déjenme decirle que la chama está progresando significativamente de la vista, gracias a Dios. Sin embargo, saliendo de la consulta, la nena se ha dado una gran vomitada. Sí, lo sé, suena asqueroso. Peor es vivirlo. Pero no es del vómito de lo que voy a hablar.

Quien te escribe siempre carga una o más bolsas plásticas encima. Nunca boto las bolsas, tengo un estricto sistema de clasificación para ellas, lo que es un motivo de chanzas constantes de mi esposo. Tener bolsas es una costumbre que ha pasado de generación en generación entre las mujeres de mi familia. Sin embargo, como la vida sin eventualidades no es vida, ¿qué crees? Pues no llevé bolsas. Y no quiero darte detalles, pero fue desagradable. En cuestión de segundos estaba cuestionándome cómo es que yo, la siempre prevenida carga bolsas no tenía una sola. ¿Qué rayos pasó? ¿Cómo puedo ir a Caracas y no irme debidamente preparada?


De regreso pensé que así nos pasa con esas cosas intangibles. Siempre sonríes, pero el día que necesitabas tu tren delantero le gruñiste a la cajera que pidió ¡Clave!durante seis ocasiones seguidas. La lección que aprendí en es que nunca podemos dar nada por sentado. Asumí que como siempre cargo un montón de bolsas, pues tenía. Y creo que así sucede cuando por ejemplo crees que tienes todo bajo control, pero a la hora de la chiquita reaccionas contrariamente a tu naturaleza, porque no estabas realmente preparado, o porque lo que creías tener, no estaba. Fue allí cuando concatené con una premisa que se ha convertido en un recordatorio de mi humanidad; el gran Apóstol Pablo lo escribió en una de sus cartas a los Corintios: “el que crea que está firme, mire que no caiga”.



Lee bien. No es el que está firme, sino el que cree estarlo. No quiere decir esto que tengo que estar firme, sino que tengo que tener consciencia de mi condición vulnerable. Eso que  he tenido siempre, me puede faltar. Puedo estar firme, pero es mejor que no crea estarlo, y esté muy pendiente que las cosas pueden salir mal por mi propio descuido. No dar nada por sentado es tener la madurez para reconocer que en la vida las cosas cambian, y que nuestro corazón nos puede engañar. Eso que siempre has creído tener puede no estar preciso cuando lo necesitas y allí se pone a prueba cómo reaccionarás. Esa reacción puede marcar el curso de los acontecimientos.


La pregunta es ¿por qué no va estar? Pues, porque no lo cargas contigo. A lo largo del camino vamos soltando las cosas, y no nos damos cuenta que ya no están. A mí se me acabaron las bolsas y no me percaté, porque no le presté atención al asunto. Podemos quedarnos sin cosas y no darnos cuenta: una amistad, un buen hábito, la salud, y un montón de cosas más que no puedes ver de manera concreta, pero que representan un activo en tu vida. Esos elementos que siempre han sido tuyos, pero que por algún motivo no has tenido la diligencia en cuidar últimamente. Revisa el morral de tu vida, y si no están, vaya y búsquelos. Si siempre lo has cargado, algo bueno deben tener.


En una cultura que nos impulsa a la negligencia hacia lo valioso, necesitamos ser personas comprometidas a llevar una vida de autoanálisis, en la que buscar ser siempre mejor sea un estilo de comportamiento. Allí hay una ración de papelón para el limón de un mundo mediocre. Sin embargo, la manera más eficiente de empezar a hacerlo es incorporando a tu vida Mi Ingrediente Secreto.