Hace unas semanas camino hacia el colegio de mi hijo C.J me encontré un sinfín de caca de perro, basura,
agua empozada, huecos, y todas esas cosas lindas que abundan en esta Patria
bella. Sentí una mezcla de rabia, dolor, tristeza e indignación al ver a un
pueblo que estaba caracterizado por su belleza y limpieza en esta condición.
También me preocupé por cómo sería el camino de regreso con el chamo, que por
su naturaleza no iba a venir con la cautela de mirar lo que pisara. No era sólo
un tramo, te digo que eran todas las nueve o diez cuadras que atravieso: todo
era asqueroso. Ya cuando estaba por llegar a mi casa logro leer un titular en
un periódico que una señora tenía abierto: “Encuentran familia sepultada en La
Calera”.
Entré a la casa con
todos esos sentimientos encontrados, pensando en mis hijos y el contexto que
los rodea. No, no estoy hablando del país solamente. Hablo del mundo cruel que
sigue cayéndose a pedazos al tiempo que gira. Te confieso, por un segundo
estuve a punto de caer en profunda desesperanza cuando recordé que aunque todo
esté lleno de caca, no estoy condenada a llenarme de ella. Sí, estoy expuesta y
corro un riesgo, de hecho, cuando ya estaba terminando mi trayecto comencé a
pensar que había pisado algo, porque sentía un olor extraño y sin dudar un
momento revisé mi zapatos que gracias a Dios estaban ilesos.
En el resumen de la Ley Hebrea, Moisés le dice
al pueblo de Israel: “Harás lo bueno y lo recto ante los ojos de Jehová”. Usando
este principio, Josh McDowell enseña que la integridad es hacer lo correcto aún
cuando nadie te está mirando. Lee bien, te hablo de tener una norma de vida que
rige el comportamiento aún cuando no hay espectadores. Puede parecerte
puritano, pero el meollo del asunto está en que en esta sociedad en la que la
anarquía se ha vuelto norma, es necesario que hombres y mujeres tengamos la
capacidad de mantenernos firmes en nuestros principios y valores, y podamos
marcar la pauta, aunque sea a nuestros hijos. Si seguimos en esta onda de
relativismo extremo en el que cada quien hace lo que le parece, pues seremos
como cavernícolas en unos quince días.
Con respecto a esto,
vale la pena mencionar dos cosas. Lo primero es que aunque haya mucha caca a mi
alrededor no estoy obligada a pisarla. Es decir, corro el riesgo de hacerlo,
pero no tengo por qué. Veo con preocupación a la gente justificando lo malo
basándose en que todos lo hacen, o que no tienen de otra. ¿Por qué? Ciertamente
hacer lo malo puede producir gratificación inmediata, pero si no recuerdo mal,
esta humanidad está así por el pecado, por infringir las normas establecidas
por el Creador. A la larga, romper las reglas trae consecuencias incluso
mortales. Por algo el profeta Jeremías le advierte a su pueblo que vuelva a la
senda antigua, unos años antes de caer cautivo ante Babilonia. ¿Quieres saber
por qué estamos así? Pues la respuesta más acertada es que hemos decidido como
sociedad tolerar la caca, y no hacer el mínimo esfuerzo por esquivarla.
Lo segundo y más importante
es que es posible limpiarse la caca. No voy a ser hipócrita y santurrona
asegurándote que jamás he pisado caca. Hablo figurativa y literalmente. Me ha
pasado, y aquí estoy para contarlo. Si has pisado caca al ceder a lo que el
gentío hace, pues piensa bien a dónde vas, y mira quién está siguiendo tus
pasos. Hoy día la valentía va más allá de realizar hazañas en vitrinas. En
tiempos en los que lo privado es de dominancia pública, es importante cultivar
el aprecio por lo trascendente, aunque no esté colgado en una vitrina. Somos
héroes en lo cotidiano cuando nos enfrentamos a los gigantes de la mediocridad,
el desorden, la intolerancia, la violencia y la injusticia, y lo hacemos
mediante pequeños actos que marcan la diferencia. Y déjame decirte algo: siempre
valdrá la pena hacer lo correcto.